Me duelen los ojos porque no puedo complacerlos con tu
silueta.
Me
duelen las lágrimas porque ya no hay a quien llorarle el río que
tengo dentro.
Me
duelen los oídos porque el éxtasis de tu sonido no me
revienta ya los tímpanos.
Me
duele la lengua porque
no puedo saciarme de tu dulzura, amarga y agria que quemaba mis papilas.
Me
duele la saliva porque
era con la tuya con la que se unía, hacían una y a la vez colapsaban.
Me
duele la risa porque
era con ella con la que bautizabas tu permanencia eterna.
Me
duelen los huesos porque les falta el calcio que les
proporcionaste para mantenerlos firmes y no caerme.
Me
duelen los pulmones porque ahora que respiro oxigeno se
mueren por intoxicarse de tu veneno.
Me duelen las venas de tanto desear que la sangre salga por
completo de mi cuerpo tras tu partida.
Me
duelen los recuerdos porque son ahí donde todavía está
presente tu esencia.
Me
duelen los días porque me hacen pensar lo cerca que estás
de mí a pesar de la distancia.
Me
duelen las noches porque las estrellas y los sueños me muestran
que exististe en algún remoto y lejano momento junto a ellos.
Me duele el alma porque le falta el ardor de tu presencia, sólo sabe del color de la ausencia y del suplicio de la abstinencia.
Y dentro de toda esta dolencia centrifuga me duele el corazón porque pedazo a pedazo me lo has roto, sin compasión, sin sentimiento, con total y completa falta de moralidad, porque aunque seas una excepción a la idiosincrasia, fuiste lo que todos me dijeron que eras. Y aunque no vales la pena el dolor es profundo y enterrado con un ancla en el fondo de mi corazón dejaste la bomba que me consume minuto tras hora.
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