lunes, 26 de diciembre de 2016

25 de diciembre de 2016

25 de diciembre de 2016
De nuevo viví una Navidad en familia a pesar de encontrarme lejos de mi casa, sin embargo, la depresión que me acoge últimamente no me dejó disfrutarla como debía. Por otro lado, fue una Navidad emotiva, lo que he vivido me ha hecho valorar la tradición, las costumbres, la identidad que hacen a uno mismo y el orgullo de saber de dónde y quienes somos. Fue un día de Noche Buena tranquilo, no hubo depresión del todo que me afligiera aún, estaba con mi familia, estaba realizando un postre y disfrutaba por igual de una película, mi mente estaba ocupada. Al llegar con mi abuelita las cosas transcurrieron como cada año: los rostros de mis tíos, de mis primos ya crecidos y algunos con familia, nuevas caras, primos con sus novias, pero esta vez menos niños; los saludos, los abrazos, los cotilleos, las preguntas incómodas. Al igual que todos los años, antes del abrazo de Navidad debíamos rezar, esta vez nos demoramos ya que no todos llegaron temprano, usualmente para las diez de la noche ya estaríamos cenando, a esa hora estaba llegando el último de mis tíos; mi madre esta vez lideró el rezo, su hermana mayor estaba enferma. Hace años que dejó de interesarme la letanía, yo ya he dejado de lado la religión (no a Dios, sin embargo), pero aquí por primera vez en la noche detuve mis pensamientos y vi a mi alrededor: estaban casi todos reunidos en la sala (algunos de mis tíos sí que son ateos), desde mi abuelita que un año atrás había sufrido un accidente y hoy se encontraba ya completamente recuperada, hasta el más pequeño de mis primos, comenzando a levantar al niño Dios. Esta escena se repite año con año, al menos hasta el día que mi abuelita nos mantenga unidos pensé amargamente, ¿por qué no había de unirme ahora que puedo contar con la compañía de todos?, es un acto de tradición familiar después de todo, más que por mi lo hacía esta vez por mi abuelita, porque nos viera a todos unidos coreando al unísono “titiritando de frío...” una vez más. Derramé las primeras lágrimas de la noche mientras declamábamos los misterios gozosos, los miraba a todos y me sentía en casa, donde realmente pertenezco, nadie se enteró de mi repentino lagrimeo y nadie tenía por qué saberlo. Levantamos al niño Dios, entre risas y carcajadas nos fuimos acoplando mejor, saludamos a los que al último habían llegado, las expectativas comenzaban, se acercaba la medianoche y de los pocos niños que había se escuchaban ya las tiernas preguntas: ¿a qué hora llega Santa? Al llegar la medianoche los abrazos deseándonos Feliz Navidad se dejaron venir, cada uno recorrimos uno a uno a cada miembro de la familia, lo abrazábamos y le deseábamos feliz Navidad, nos deteníamos en personas especiales, algunos con sus madrinas o padrinos, nuestros padres, nuestra abuelita, abrazos calurosos, largos y con un dulce beso acompañado. Mis padres me dijeron cuánto me querían, yo les dije lo mismo, la distancia también les afectaba a ellos, como a mi, diario ven un rostro menos que anteriormente ahí estaba. Las risas continuaron, la cena igual. En este aspecto me detuve nuevamente a pensar: van ya varios años que de alguna manera yo deseé que mi familia fuera como las demás, con su pavo o algún platillo exótico, difícil de cocinar al centro de la mesa, postres a variedad, manteles, velas, copas y vinos quizá. Lo cierto es que mi familia es más humilde, los tamales no pueden faltar, desde que he visto o me han platicado las experiencias familiares de mis amigos o relaciones siempre deseé que fueran así, ¿por qué la mía no ha de ser así?, y esta vez me di cuenta lo equivocado que he estado, a mi familia la amo, no es la comida lo que hace de este día especial, es el hecho de tenernos ahí, juntos, comiendo tamales, frijoles a la charra, refresco, pero riendo de cada ocurrencia del tío favorito de todos, alguna anécdota de una de las tías, las risas y los chismes de las mujeres, el llanto de los bebés, el grito de los primos pidiendo más. Qué equivocado estaba. Mi familia jamás será como la de Alicia, como la de Miguel, como la de Gustavo, así como la de ellos jamás serán como la mía. Después de eso, el momento había llegado: Santa se aproximaba. La tradición constaba en subir a los niños a la segunda planta mientras los regalos los colocaban, recuerdo que así fueron mis últimos años de niñez, anteriormente nos sacaban a la calle a romper la piñata mientras dentro los padres trabajaban, pero al igual que el “bolo” alguna vez comenzó siendo una bolsita de muchos dulces variados que este año se convirtió solamente en uno, las piñatas con el tiempo desaparecieron. Los niños subieron, los padres su tarea realizaron, uno de nuestros tíos imitó la característica risa del gordo Santa Claus y los niños se emocionaron, cuando bajaron los regalos bajo el árbol ya estaban. Algo había de triste en la escena, fue la tercera acción que me hizo analizarla: eran cuatro niños este año, básicamente los hijos de mis primos, me pareció un poco triste, en mis Navidades la sala se llenaba de regalos, rasgaduras por todas partes, papeles regados por todo el piso, exclamaciones de sorpresa de nuestros padres y de nosotros, emocionados por lo que Santa nos había traído, fuera o no fuera lo que habíamos pedido; nunca faltaba el rostro triste o el llanto decepcionado por ver solamente un regalo y peor que este no fuera lo que se había deseado, éramos niños, con ilusiones, inocentes, era válido; será que en ese entonces el ambiente se llenaba de juventud, de alegría, del espíritu de nuestra niñez, los cuales éramos muchos, por eso me habrá parecido triste la escena. Lo cierto era que vi muy poco entusiasmo por los niños de esta generación, vi alegría, pero vi más indiferencia, los padres apenas interactuaron con los niños y sus juguetes, a una de mis primitas le regalaron un patín y me acordé del mío propio, en el año 2000, azul, metálico, rodando por las calles de mi casa. Vi a mis primos y primas ya grandes, ahí sentados como yo contemplando la nueva generación de infantes recibiendo sus regalos y nos recordé en nuestra bella infancia, y en ese momento, tras soltar una sola y cálida lágrima de mi ojo derecho, deseé nuevamente ser niño y jugar con mis primos, ahora todos distantes por su respectiva responsabilidad de ser padre, de estudiar o de trabajar. Estoy llorando incluso ahora, porque fue tan hermoso el momento que inmortalizarlo me hace desatar mi reprimido interior. El ritual terminó, uno a uno se fueron yendo a sus casas, en años anteriores mis hermanos y yo estábamos ansiosos por irnos ya que la mayoría de nuestros regalos estaban allá, en casa. Recuerdo nuestras caras tristes de cada año tras ver a nuestros primos con sus regalos y nosotros tener que esperar amargamente a estar en casa para poder tenerlos. Con los años, tras crecer cada uno, eso se fue olvidando, ahora nos damos nuestros regalos sin incluir a Santa de por medio.
Mi depresión llegó a la mañana de Navidad, tras haber comido el tradicional recalentado en la mesa de nuestra casa. Me pregunté cómo la habrán pasado Miguel y Gustavo, cómo incluso lo habrá celebrado Rulo. Es triste pensar que a pesar de tener a Miguel y a Gustavo en diferentes circunstancias, a uno le hablo y al otro no, de ambos sepa nada por igual. Es doloroso no saber nada de la vida de Gustavo ya, pero más doloroso aún tener la oportunidad de hablar con Miguel pero este no se preste a platicar como antes, me comenta lapsos de su vida, momentos que está viviendo en tiempo real, pero de ellos quisiera saber más, que me hiciera preguntas, que responda las mías, pero cada vez más me siento un estorbo en su vida, ¿por qué me sigo quedando si ya no me necesita para nada?, estoy seguro que si de nuevo me alejo poco le importará, estoy obsoleto en su vida, pero prometí una cosa y es quedarme a toda costa. La depresión creció porque me sentí miserable, mi vida la he enfocado ya (aunque me encuentre actualmente en el momento de mayor incertidumbre), México lo quiero conocer antes de dar otro paso, ya me siento listo, carácter era lo que me faltaba para sobresalir, y ya lo he conseguido, ya me siento preparado para enfrentar cualquier reto, sin embargo, sigo sin encajar en su vida, su círculo incluye personas de otras nacionalidades, una pareja que siempre deseó tener, amigos internacionales, que van a visitarlo, que se están superando a sí mismos estudiando una maestría, que hablan muchos idiomas. ¿Dónde quedo yo? Para todo hay un tiempo, eso ya lo he evidenciado, mi tiempo lo vivo a mi ritmo, igualmente como ya he comentado, una maestría, un coche, un viaje a Europa en lo personal no me harán mejor o peor persona, pero si quiero encajar en la vida de Miguel tendría que ser así, y es triste. ¿Dónde quedo yo ante alguien capaz de regalarle unas noches en el castillo que inspira la imagen de Disney? Lejos quedaron los días en que quería compararme con Israel para evaluar si yo podía ofrecerle algo más de lo que Miguel carecía: afecto. Ahora tiene eso y más. ¿Yo qué le ofrezco? Nada. Mis objetivos en la vida son ya otros, las posesiones materiales no son uno de ellos y pocas personas admiten en sus vidas a alguien tan errático como quien ve la espiritualidad y el crecimiento personal, no material, como alguien digno de acompañar.

Al terminar el día de Navidad me quedo con la pregunta que, quizás, originó el que yo haya comenzado a escribir en este blog: ¿que pasará entre Miguel y yo?

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